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lunes, 1 de agosto de 2011

Esclavo de la marginalidad...


El aliento corta el aire en suspiros de nostalgia y cansancio. La mugre corroe y cubre con exagerados trazos de podredumbre la piel de un hombre en la esquina de algún lugar olvidado y marchito de la ciudad. En sus ojos se refleja una desidia personal que frustra su manera de avanzar hacia el mundo real mientras que cada sorbo a una botella de ron barato desgarra con cierta dulzura su garganta.

Se ríe del viento que lo inmuta y lo hace perderse en recuerdos irreparables y difíciles de recuperar. Llora cual niño al que la mano de un destino extraño lo arrebató del calor de sus padres sin tener intenciones de pedir rescate alguno por su alma. Camina en círculos que forman un abismo bajo sus pies mientras le da infinitas y fuertes caladas a un cigarro arrugado que tiene la impresión de haber estado guardado en uno de los bolsillos de un pantalón que lo acompaña desde siempre.

Piensa en cosas irreales, en personas que conoce y con las que habla imaginariamente muy a menudo a los que les entrega sus secretos y al mismo tiempo se hace dueño de los de ellos. Vive en un circulo de locos. Mira al cielo buscando redención y perdón a los pecados que lo convirtieron en un esclavo de la marginalidad. Se mira los pies carcomidos por las termitas de la pobreza y recuerda entornando los ojos que había nacido con uñas en todos sus dedos, los mismos que ahora se mofan de él mostrándole solo tres uñas apunto de desvanecerse para dejar al descubierto retazos de carne podrida.

El calor de los días lo envuelve en un globo infernal que lo transforma en un nómada urbano en aquella esquina haciéndolo buscar lugares frescos en el que la sombra lo abrigue y lo lleve a sueños eternos del que no quisiera nunca despertar. En la noches el frío lo apuñala mientras se refugia en aquel inhóspito rincón que ha sido su hogar desde hace un tiempo. Se lleva a la boca el pico de una botella ron que lo acompaña desde la mañana y bebe dos sorbo que fluyen por su cuerpo calentándolo por espacio de un minuto sin dejar de temblar.

Le acompaña un sinfín de liendres que bailan en su cabeza al ritmo de ladridos de perros que pelean por un trozo de carne minada en gusanos, la misma que en derivadas ocasiones aquel hombre pensó en comer. Intenta pensar que duerme en un valle, sobre flores y que flota encima del aroma dulce de su madre que aun recuerda poderosamente, pero luego despierta y palpa con todos sus sentidos que el espacio que ocupa lo acecha el fuerte olor a orine y excremento.

Sentirse un demente lo llena de una alegría que ninguna otra persona puede disipar. Se sube en lo alto de una casa abandonada a otear al mundo que pasa mil veces a su lado y le hace sentir que es invisible, que no es mas que carne y hueso que se desintegra a diario. Bebe otro sorbo del ron y suspira como si el calor del liquido lo rejuveneciera. Lucha con sus demonios y sonríe de tristeza mientras habla solo sin entender porque lo hace. Se niega a recordar su vida pasada porque le duele mirarse sentado a la mesa esperando la comida de su madre y la llegada de su padre, le duele simular que besa a su antigua y amada esposa que desapareció con su hijo que ahora ya debería ser mayor para sentir pena y vergüenza de su padre.

Extiende las manos sentado en la esquina que la sociedad le adjudicó ilegalmente esperando a que los que pasan a su lado le dejen algún dinero, pero solo siente las miradas de desagrado y un dolor zigzagueante en su cuerpo cuando las personas se llevan la mano a la nariz para bloquear el hedor que expela sin cesar. No entiende al mundo, pero sonríe. Entiende a la gente y llora. Maldice a las manos del destino por haberlo llevado al infierno sin haber muerto. Siente pena por las personas que aun tienen familias y no las aprovechan y desea con toda la fuerza de sus palpitaciones poder tener una nueva oportunidad.

Mira como otros de sus colegas se pelean por un trago y huye evitando que le golpeen y le roben lo único que lo puede consolar aunque solo le quede tres o dos dedos del ron. Desecha pensamientos inadecuados con los que muchas veces fantaseó evitando a toda costa ser huésped de la cárcel, pues sabe como maltratan a los esclavos de la marginalidad en esos lugares en los que no existe conocimiento alguno de los derechos humanos, pero si las mil y una formas de humillación. El conoce la tortura, la ha sentido en su estomago, en sus ojos, y es de las peores porque es infligida por él mismo.

Se eleva y se pierde en un mundo abstracto cuando mezcla ron, nicotina y droga, sabe que se asesina lento y sutilmente, pero es lo menos que le preocupa. Le preocupa es saber si al hallarlo muerto podrá algún familiar reconocerlo bajo aquel disfraz, bajo aquella indumentaria que lleva desde años y que se desintegra. Come un trozo de pan que alguien al que no se le olvido la palabra humanismo le había regalado con cierto aire de ayudarlo, pero luego desistió debido a que una pregunta paso por su cabeza ¿Acaso el destino se ensañó con este hombre o es un masoquista del sufrimiento? Al no hallar respuesta en su mente se alejó dejando al esclavo de la marginalidad sumiso en la inmundicia que se distorsionaba en cada mordisco salvaje al trozo de pan. 

Su estomago compone una nota musical haciendo juego rítmico con el motor de una carro viejo que pasa frente a él. Un rayo de sol se desvía hacia sus ojos regresándolo a la realidad. Personas pasan sin avistarlo y los que lo hacen le escupen, pues ya está en critico estado de descomposición externa y no tiene fuerzas para ir a los ríos mas cercanos a darse un baño que le refresquen los pocos gramos de alma que aun le quedan. Se llena de odio, le gustaría matar a todo el mundo, maldice a Dios y se da golpes en la cara mientras una muchedumbre camina sin hacer caso de su presencia, aquella presencia que se rompe en pedazos como si fuese un rompecabezas al que alguien le dio flojera terminar.

Piensa en el suicidio mientras su rostro se descompone en carcajadas, piensa en que solo será extrañado por el calor de la esquina donde muchas noches se orinó durmiendo. Insiste en el suicidio bebiendose el ultimo trago que descansaba en el interior de la botella. Levanta la mirada al cielo frunciendo el entrecejo como buscando algo, quizás aquella sonrisa que su madre le regalaba en las mañanas, pero solo veía aves que parecían tan pequeñas como las moscas que le adornaban. ¡Soy un fantasma! Pensó dibujando una media sonrisa que fue borrada con el estruendo de la botella al romperse, aquello había sido la señal que esperaban sus pensamientos suicidas, aquello seria lo que acabaría con la trágico-comedia de su vida. Los cortes en sus muñecas hicieron brotar no solo sangre sino alivio, suspiros de agonía y felicidad. El tiempo se detuvo para él y las personas continuaban con sus vidas como si nada estuviera pasando.

En el ultimo suspiro pronunció el nombre de su hijo diciendo que lo amaba, se dejo arrastrar por los brazos de la muerte que desde un buen tiempo reclamaba su fragmentada alma. Escuchó ladridos de perros que pronunciaban su nombre el cual había olvidado muchísimos años atrás. Despertó acurrucado en aquella esquina mirando fijamente los casi tres dedos de ron que aun quedaban en la botella, se levantó extrañado, pues no creía en presagios de muertes, pero estaba vivo. Sonrió y caminó sin parar hasta perderse en la noche dejando atrás la botella con el ron intacto y la imagen de un hombre que no sería más.


Leidequer Duben.

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